EcoArte: El Arte de la Confluencia
(Texto publicado en el catálogo de la exposición UNESCO-París 2001, con motivo de la presentación internacional del Proyecto. María Novo)
Con la mirada abierta hacia un nuevo milenio, el ejercicio de otear el horizonte no parece posible sin un recordatorio del pasado, este próximo-pasado que todavía convive con nosotros en el marco histórico de la que hemos llamado modernidad.
Abandonamos un siglo de luchas y conflictos, de presiones sobre el medio ambiente que nunca hasta entonces habían sido tan intensas. Una etapa en la que la humanidad, con sofisticados medios tecnológicos al alcance de la mano, con frecuencia los ha utilizado a impulsos del mero interés económico, desafiando a los límites y condiciones de la naturaleza. Hemos vivido una fuerte contradicción entre la economía, que se mueve en ciclos cortos, de búsqueda de beneficio inmediato, y la naturaleza, que necesita ciclos largos para la renovación de los recursos. Economía y ecología exhiben dos lógicas distintas, dos tiempos, dos ritmos difícilmente conciliables. El predominio de los valores económicos sobre los ecológicos se ha constituido así en una de las causas de la crisis ambiental que padece el planeta.
El siglo XX ha sido tiempo de construcción (de nacionalidades, de modelos culturales, de sistemas de tecnología avanzada...), pero también ha resultado ser, sin duda, un tiempo de destrucción: de organismos vivos, de especies, de ecosistemas de gran valor ecológico, y también de diversidad y patrimonio cultural.
El escenario de esta aventura es actualmente la llamada sociedad de la globalización, cuya característica esencial es la mundialización creciente de la economía y la acumulación de poder financiero y decisorio en unos cuantos centros estratégicos, lo que contribuye no poco a los graves desequilibrios existentes entre el Norte y el Sur, así como a una preocupante problemática de carácter ecológico.
Parece pertinente indagar sobre las causas de esta crisis, la de una sociedad en la que la lógica de conocer como dominio se ha prolongado en la lógica de dominar como destrucción. Al fin y al cabo, éste es el mundo que heredamos y la pregunta de los orígenes puede ilustrarnos sobre algunos desaciertos que nos han conducido hasta aquí. Condición ésta necesaria para reorientar nuestros modos de pensamiento y acción, a fin de superar este estado de conflicto global en el siglo XXI que ahora comienza.
De entre las múltiples causas que podemos vislumbrar (ignorancia de los límites de la naturaleza; confusión entre crecimiento y desarrollo; preponderancia de los valores económicos sobre los criterios éticos...) existe una que, por su alcance general, me gustaría destacar. Se trata del olvido o la ignorancia de una idea crucial para entender cómo funciona el mundo, la idea de interdependencia, la comprensión de que todo está íntimamente relacionado, tanto en el mundo real como en el de las apariencias, que incluso visualmente todo es interdependiente, y mirar es someter el sentido de la vista a esta interdependencia. Ello exige revisar el modo en que la humanidad, tanto en el campo físico como en el social, ha hecho gravitar su pensamiento y su acción sobre la supuesta existencia de fronteras.
A nivel teórico, tanto la Física como las demás ciencias naturales, sociales y humanas, vivieron en su seno, durante el siglo XX, fuertes revoluciones que iban en contra de este fenómeno de compartimentación del mundo. Sin embargo, tales revoluciones han ido quedando reducidas, las más de las veces, a los límites del mundo académico o erudito, mientras que la Tecnociencia imperante ha mantenido los supuestos de los siglos anteriores, de una ciencia mecanicista que sigue contemplando el mundo de lo vivo como una máquina trivial a la que es posible descomponer en partes como lo haría un relojero, bajo la pretensión de que, en tales partes, supuestamenete independientes, todo puede ser previsto, controlado y, eventualmente, corregido.
Me he centrado en este aspecto -el establecimiento de fronteras- tomándolo como un resto del viejo paradigma reduccionista de la modernidad que en estos momentos parece necesario revisar. Me gustaría reflexionar sobre el modo y manera en que sigue presente en nuestras vidas, impulsando la economía, la educación, la cultura, para después hacer en alto una pregunta: ¿Es posible que, junto a otros antiguos supuestos que se han revelado inoperantes, podamos ir dejándolo atrás para salir de la crisis?
Se nos ha inculcado un pensamiento basado en fronteras; se han trazado demarcaciones precisas en los mapas y en la vida, no sólo lindes visibles entre naciones, sino muchas otras que, físicas o simbólicas, han sido esenciales para la configuración de un modo de entender el mundo:
-Fronteras entre la naturaleza y los seres humanos. El pensamiento científico de los últimos siglos, heredero de un ideal cartesiano que hizo fuerte separación entre la “res cogitans” y la “res extensa”, impregna durante el siglo XX no sólo a la ciencia y la técnica, sino a otros muchos ámbitos culturales, consolidando una cosmovisión que condiciona poderosamente las relaciones entre el ser humano y su medio ambiente. En efecto, al ser considerados persona y naturaleza como entes aislados, incluso confrontados, los actos de la primera en relación a la segunda se vacían de cualquier contenido moral, que podría haber funcionado como un correctivo para las ansias dominadoras de nuestra especie. Otro tanto ocurre con las relaciones entre los sectores industrializados del planeta y las culturas y comunidades que, por ser invisibles a la economía, quedan separadas y marginadas del mundo del bienestar.
-Frontera, también, entre el pensamiento occidental, de corte lineal, y otras formas de pensamiento, como las orientales, más cercanas a los modelos circulares que hoy propone la física para interpretar el mundo. Nuestro ideal de vida, basado en una idea ilustrada de progreso, acaba convirtiéndose en una defensa escasamente fundamentada del crecimiento económico como sinónimo de calidad de vida. Un siglo de “más es mejor” deja a sus espaldas, desactivadas, no sólo la reflexión de muchos de nuestros filósofos y científicos acerca del valor de lo pequeño y de la diferencia entre valor y precio, sino también las posibles aportaciones que, en un clima de diálogo y no de ruptura epistemológica, habríamos podido recibir de otras culturas.
-Fronteras, vergonzosas fronteras, entre países o sectores industrializados y el resto del planeta. A mediados de siglo constatábamos que un 25% de la humanidad consumía el 75% de los recursos globales. Cuando el año 2000 concluye, un 18% de personas utiliza para sí el 80% de tales recursos. Y el panorama no parece muy alentador si el viejo paradigma de crecimiento económico acumulativo no cambia.
-Fronteras, demarcaciones precisas, entre los centros de decisión de la economía mundial (compañías transnacionales, bolsas de valores...) y las periferias, que se limitan a recibir instrucciones y a padecer las consecuencias de lo que otros deciden por ellos, en una situación que Nelson Mandela expresó al afirmar que, en el actual estado de cosas, “unos son los globalizadores y otros los globalizados”.
Enumeradas estas fronteras, al tiempo que se dejan otras muchas en un segundo plano, existe una, a mi modo de ver esencial, que está detrás de cuanto ha sucedido, influyendo, dándole consistencia. Una frontera que algunas personas querríamos romper, traspasar, o, en todo caso, reconvertir. Se trata, por supuesto, de la línea divisoria que tan frecuentemente ha separado el mundo de la ciencia del arte, que los ha hecho caminar ajenos el uno al otro, en ocasiones ignorándose recíprocamente, cuando ambos son formas de conocimiento e interpretación del mundo que los seres humanos necesitamos para construir en equilibrio nuestra vida en el planeta.
Si algo vamos sabiendo acerca de las fronteras, de todas, es que siempre son forzadas, artificiales, que desafían a la unidad de lo real, que su fijeza, como toda fijeza, es siempre momentánea, tiene algo de ilusorio. Y también sabemos -la historia lo demuestra- que esta idea sin embargo ha conducido a la humanidad a la pérdida del sentido de totalidad (totalidad de los seres vivos en su ámbito de relaciones, totalidad mente/cuerpo en el ser humano, y totalidad de lo existente en tanto que mente y naturaleza entrelazadas).
Este fenómeno ha corrido parejo –no podía ser de otro modo- con un cierto olvido del valor del sujeto, de la persona, tanto cuando es el observador en la ciencia (un observador largo tiempo menospreciado...), como cuando es observado por ella y se pretende reducir al ser humano, en su especificidad irrepetible, a leyes científicas generales.
En la práctica, la persona creadora, el sujeto del conocimiento, es el intérprete de la complejidad del mundo, alguien que “crea” realidad cuando pretende conocerla, como se expresa en uno de los poemas de este libro. Y la crea mezclando lo que observa con sus expectativas e ilusiones, a veces incluso con los deseos de encontrar los resultados que está buscando. Para ello, utiliza la totalidad de su ser, razón y emoción, mente y cuerpo, teorías y sueños. Es decir, interpreta sin fronteras...Como sin fronteras debería ser la construcción de saberes en el nuevo siglo que ahora se inaugura, un tiempo postmoderno de superación de muchos de los vicios y excesos de la modernidad.
Porque, en efecto, si algo ha caracterizado a la modernidad ha sido ese intento por delimitar, por diseccionar científicamente, por establecer separaciones físicas y simbólicas en el espacio, en las formas de acceder al conocimiento, en el modo de usar los saberes. Hemos vivido un tiempo de rupturas y de especialización: las universidades han parcelado el saber en departamentos, áreas, disciplinas; el mundo de la ciencia ha avanzado a base de aislar pequeños trozos de la realidad para la investigación, pero rara vez se ha ocupado posteriormente de la recomposición del todo. La humanidad ha ido organizando espacios de vida, ámbitos de aprendizaje, lugares para el ocio, separados unos de otros, en una operación reduccionista que, parcelando la vida, nos iba dejando cada vez más solos.
Los resultados, como hemos visto, no son muy halagüeños. El medio ambiente es un buen indicador de los efectos negativos que ha producido este modo de concebir el mundo y de actuar sobre él. Devastación de la Naturaleza; enormes diferencias económicas y sociales entre el Norte industrializado y el resto del planeta; ruptura de los más elementales mecanismos de solidaridad intrageneracional e intergeneracional; guerras, hambre y miseria para una gran parte de la humanidad, son el legado con que concluimos el milenio.
Pero el momento de la crisis es también una ocasión para el cambio. Desde ella, desde la constatación del fracaso de una modernidad que no ha cumplido las promesas de sus grandes relatos emancipatorios, es posible alumbrar -ya se está haciendo- nuevas formas de estar y actuar en el mundo, otras maneras de mirar y de mirarnos, distintos criterios para el avance del conocimiento.
Hoy se vislumbran cambios desde estructuras jerarquizadas a una sociedad en redes; escenarios donde el valor de lo pequeño, de lo descentralizado, vuelve a adquirir protagonismo y se multiplica sin fronteras... Estamos viviendo el apasionante amanecer de una postmodernidad posible en la que, en lugar de pensar en objetos aislados, se comienza a pensar en términos de relaciones, de nexos que unen aquello que aparentemente estaba separado o parecía antagónico: lo uno y lo múltiple; el interior y el exterior... también la ciencia y el arte.
En este contexto tal vez pueda prosperar un nuevo concepto de frontera, en el que ésta ya no sea lo que separa, lo que rompe dos realidades y establece un mundo de elementos antagónicos. Podríamos comenzar a entender la frontera como ese tejido, poroso y transparente, a través del cual, en un proceso de ósmosis, los que hemos llamado “contrarios” se mezclan y encuentran su lugar para el diálogo: el orden y el desorden, el vacío y la forma, lo que se piensa y lo que se siente... También la creación artística y el quehacer científico.
Esta nueva idea de frontera podría constituirse en una aportación al nuevo paradigma que se abre paso en la superación de la modernidad. Así entendida, sería lo que une dos realidades, la zona intersticial en la que se dan encuentros vitales de especial significado: los de nuestro ser con el entorno, los de grupos sociales de distinta matriz cultural, también los de ecosistemas que negocian la vida en espacios compartidos, por ejemplo, los ecotonos, zonas de transición, espacios intermedios entre el bosque y la pradera, entre la tierra y el mar...
En Ecología, lo ecotonos merecen especial consideración, como todo lo que tiene gran valor. Son ecosistemas del máximo interés, pero también muy frágiles y vulnerables. Los intercambios que en ellos se producen resultan esenciales para la vida, precisamente porque son espacios que unen, que ligan. He aquí el nuevo concepto de frontera hecho realidad, ahora en positivo, desde la perspectiva de la integración. He aquí también un ejemplo para comenzar a entender la posible fusión de dos formas de conocimiento –la ciencia y el arte-, dos lugares de paso invitados a fundirse, dos ocasiones para el encuentro, dos formas de asombrarse y preguntar, dos lenguajes que necesitan el uno del otro, que necesitamos, para la comprensión del macrocosmos y también para entender el yo en el microcosmos que lo reproduce y nos aloja.
El siglo XXI ofrece la oportunidad de poner en práctica este nuevo concepto de frontera e ir abandonando el que condujo a la crisis. Comenzamos a captar la ciencia y el arte no como realidades distintas, sino como expresiones de una misma realidad: el gran holograma del mundo. Y ambas se nos muestran como vías de acceso al conocimiento de ese único espacio habitable que es nuestro planeta: un lugar para la felicidad desde la responsabilidad.
El encuentro ciencia-arte, se constituye, en consecuencia, no sólo como expresión de un nuevo paradigma ambiental para salir de la crisis, sino también como una verdadera ocasión para mostrar la complementariedad de tantos y tantos elementos que el viejo paradigma nos presentó como excluyentes: el ser humano y la naturaleza, lo visible y lo invisible, lo masculino y lo femenino, la imaginación y la razón, la acción de modificar el medio ambiente y el ejercicio responsable de la conciencia.
En un fin de milenio que es, a la vez, fin de una modernidad marcada por tantas disyunciones, algunas personas estamos intentando mostrar la complementariedad de estos dos lenguajes para dar cuenta del medio ambiente y de las leyes de la vida. Personalmente, he llamado al trabajo que, desde 1986, realizo en este campo, ECOARTE, por todo lo que tiene de propuesta alternativa respecto al viejo modelo que generó la crisis ambiental, al pretender integrar una interpretación del mundo basada en las ciencias que explican la vida en la Tierra con la indagación, la imaginación y la expresión artísticas. Y no se entienda que queda definido por su utilitarismo –nada más lejos de mi intención- sino precisamente por cuanto representa de utopía posible, de visión prospectiva de un más allá que sea lugar de encuentros.
El Ecoarte nace así como un arte mestizo, surgido de la confluencia de dos saberes, el científico y el artístico, para la interpretación del medio ambiente. Un arte de reconciliación, de búsqueda compartida, en disposición de reanudar los diálogos perdidos, también de iniciar los abrazos que nunca tuvieron lugar. Así entendido, este arte resulta bien cercano a las expectativas de la postmodernidad, que busca de nuevo la reconciliación entre mundos y formas de conocimiento que transitaron demasiado tiempo desunidos, artificialmente separados.
Porque ambos, ciencia y arte, son esencialmente dos formas de conocimiento, dos lenguajes, que intentan responder a las mismas preguntas, a la necesidad de reducir el miedo que produce en nosotros el vacío, a la ignorancia. La primera, la ciencia, se basa en la presunción de que la Naturaleza puede ser comprendida y descrita “tal cual es”. Este modelo del conocimiento como “representación” del mundo ya tuvo, en el discurrir de la modernidad, numerosos detractores (baste pensar en Nietzsche o Heideeger) y ha sido desarticulado en el seno de la propia ciencia, fundamentalmente a partir de los avances de la física del siglo XX y del desarrollo de las teorías constructivistas del conocimiento.
La influencia del observador sobre lo observado, la imposibilidad de “medir” sin influir en la medida, la limitación de los instrumentos con los que observamos, han cuestionado la pretensión de total validez objetiva y universal del conocimiento científico. Hoy preferimos recordar, con Maturana, que todo lo que se ha dicho lo ha dicho un observador, frase que remite a la que tiempo atrás había pronunciado Nietzsche al afirmar que no existen hechos, sólo interpretaciones.
No obstante, los avances de la ciencia han resuelto multitud de problemas a la humanidad, y sería un error desdeñar el valor de un conocimiento, el científico, que responde a un enorme esfuerzo realizado por los seres humanos a lo largo de la historia. La ciencia es y será una noble y dificilísima tarea caracterizada por algunos rasgos esenciales:
- La búsqueda de la mayor objetividad posible.
- El establecimiento de leyes o principios generales.
- La inteligibilidad, es decir, la capacidad de estas leyes o principios para expresar de forma sintética (“comprimida”) a los sistemas a fenómenos que representan, de modo que la “comprensión” está relacionada directamente con la “compresión”.
- El sometimiento al principio de falsación o dialéctico, que sostiene que un conocimiento, para ser científico, tiene que arriesgarse a ser falsado, a ser derribado por las experiencia o por nuevas teorías o leyes que describan mejor el objeto.
En ciencia, una cuestión fundamental es el método. El método científico exige del investigador, como decíamos, la búsqueda de la mayor objetividad posible, es decir, el mayor grado de separación entre el observador y el objeto observado. Por otra parte, un aspecto esencial del método hace referencia a la inteligibilidad de los procesos y los resultados, en ese largo camino que supone acotar parcelas de la realidad, establecer fronteras, aislarlas, despreciar variables ocultas, etc.
Cuando la ciencia alcanza leyes o principios con pretensión de universalidad, es preciso tener en cuenta que las leyes de la naturaleza son fundamentalmente probabilistas, es decir, expresan lo que es posible y no lo que es “cierto”, y que, en realidad, sólo nos están indicando “direcciones prohibidas”, cosas que es imposible hacer, pero que no puede jamás señalarnos “direcciones obligatorias”. Como afirma Bateson, la ciencia a veces mejora las hipótesis y otras veces las refuta, pero “probarlas” es otra cuestión... La ciencia indaga, no prueba Esta cuestión, olvidada u ocultada con frecuencia, enlaza con aquella vieja máxima en la que Sócrates señalaba que la ciencia consiste más en destruir errores que en descubrir verdades o también, en un horizonte más cercano, con la afirmación de Ortega y Gasset de que ciencia es aquello sobre lo cual siempre cabe discusión.
En cuanto a la falsación, es preciso tener en cuenta que la empresa científica es, por naturaleza, autocorrectiva y que, si un conocimiento científico tropieza con la experiencia o con otra teoría que se ajusta mejor al fenómeno en cuestión, aquel primer conocimiento será sustituido por el nuevo. Eso nos hace comprender que las verdades científicas son, por definición, provisionales, superables.
¿Qué sucede con el arte? ¿En qué modo se produce y manifiesta como una aportación humana al fenómeno de la vida? Desde luego, es otra forma de conocimiento tan legítima como la ciencia, pero distinta, complementaria, diríamos que imprescindible para contribuir, con la primera, al conocimiento del mundo, del medio ambiente que nos rodea.
El arte se basa en el supuesto de que los seres humanos podemos intuir, conocer, imaginar, expresar, aspectos de la realidad, por medio de mecanismos que son inadecuados en el marco de la ciencia, y que, al hacerlo, estamos contribuyendo a desvelar complejidades ininteligibles desde el punto de vista científico, como afirma Jorge Wagensberg. En efecto, la intuición, la imaginación, la capacidad para hacer asociaciones inéditas, son funciones del ser humano que permiten acceder a espacios y a complejidades imposibles de apresar o comprimir en el marco de una teoría, una fórmula, una ley general.
Y no me estoy refiriendo sólo a complejidades como el dolor, la alegría, el misterio de estar vivos, el acto de amar... sino también a otras complejidades con las que la ciencia forcejea desde hace siglos sin conseguir, hasta el momento, explicarlas en su totalidad:
- lo infinitamente grande (el cosmos)
- lo infinitamente pequeño (el mundo subatómico)
- lo vivo (el fenómeno de la vida en su totalidad)
El arte, como la ciencia, también nace del asombro, de la pregunta, la duda, el miedo, pero lo hace a partir de supuestos y posicionamientos distintos, de la utilización de recursos que no caben en aquella, de la búsqueda de resultados que escapan a cualquier objetivación posible. Lo esencial para la ciencia es establecer leyes o principios generales. Para el arte, la razón primera es la individualidad y diferencia del artista, el estado original de la obra, cuanto ésta tiene precisamente de único e irrepetible.
Por otra parte, más allá de su función desveladora, el arte ofrece en sí mismo la ocasión de crear realidad (no sólo conocerla). Es, precisamente, un espacio privilegiado de creación de conocimiento. A ello se refería seguramente Hölderlin cuando decía que el ser humano habita “poéticamente” la tierra, es decir, como creador. Esta es también la idea que transita con frecuencia desde la filosofía a la ciencia: la de que “el arte imita a la naturaleza”, precisamente porque es la única actividad humana en la que existe creación en sentido puro, lo que convierte al artista en co-creador con su medio ambiente.
Decir que la obra de arte es “una obra de la naturaleza” significa entender que el artista, el creador, no se somete necesariamente a leyes impuestas desde fuera, sino que se da a sí mismo sus reglas, tal como lo hace la naturaleza y, como ella, en muchas ocasiones su creación se produce en condiciones alejadas del equilibrio, mediante procesos de autoorganización.
¿Qué ofrece, entonces, el arte, que la ciencia no pueda darnos?
Paul Klee lo expresó en palabras tan acertadas que no parece necesario buscar otras: “El arte es hacer visible lo invisible”, consiste en ser capaces de ver y expresar lo que aparentemente no se manifiesta pero está, existe, en el mundo real o imaginario.
Crear, moverse desde el arte, nos posibilita, precisamente, para producir esa reorganización de lo imaginario con lo real, a través de vínculos entre lo que nos dicen los sentimientos, las emociones, y la actividad mental organizada. Como en ciencia, en arte el método también es fundamental. Y, según cabría esperar, se trata de un método distinto, que orienta procesos diferentes, y produce respuestas de otro orden que las del saber científico.
- Frente al intento de universalidad de la ciencia, un intento homogeneizador, tendente a superar las diferencias bajo leyes o principios de aplicación universal, el arte busca precisamente la creación y expresión de lo diferente, lo único, irrepetible.
- Frente a la necesaria separación científica entre el observador y lo observado, el arte se basa en el acto de implicación del artista en su obra, bien sea desde una postura estética de retracción, de silencio creador, o bien sea para que la imaginación creadora posibilite un acto de comunicación entre la persona que crea y la que re-crea la obra al acercarse a ella.
- Frente a la idea de inteligibilidad de la ciencia (y de “compresión” de las leyes científicas), que impone el ejercicio de aislar, de acotar, el arte no intenta reducir la complejidad, se limita a aceptarla. Se conforma con recrearla, imaginarla, representar los aspectos de lo real o de lo imaginario que destacan al artista, y deja la explicación final no como algo construido previamente sino como algo que se construye en un acto irrepetible, encuentro entre dos subjetividades plenas, la del artista creador y la del espectador intérprete, lo que hace que la obra de arte sea algo vivo, abierto, por esencia inacabado.
- Finalmente, digamos que el arte no necesita someterse a falsación, porque no tiene pretensiones de universalidad ni de verdad. La obra de arte es, por definición, evocadora, incompleta y, frente a una ciencia que denota, el arte se limita a connotar, siendo precisamente la connotación la posibilidad de una re-creación posible, lo que hace que la obra tenga, en ocasiones, más significados, incluso distintos significados, de los que en su momento le otorgó el creador.
El arte se constituye así en un ámbito de libertad, que permite imaginar mundos posibles, incluso darles forma. Es un espacio para la creación y la comunicación, un ámbito para el florecimiento de la diversidad, que hace posible la indagación, la interpretación relativa a lo existente, incluso la anticipación.
Sobre este sentido anticipatorio del arte existen muchas y bellísimas historias. Muy brevemente, el ejemplo de los cuadros de Turner resulta ilustrativo. Este pintor fue capaz de superar los viejos órdenes de estructura geométrica, gracias al poder de su nuevo orden de luz, aire y agua, siempre en movimiento a manera de vórtice. Resulta curioso comprobar, y así lo señalan Bohm y Peat, que estas pinturas se realizaron unos 300 años antes de que J.C. Maxwell publicara su teoría electromagnética de la luz, que colocó, en lugar del orden newtoniano de trayectorias lineales y formas rígidas, campos en movimiento constante y rotación interna. En el Regulus de Turner, por ejemplo, casi puede verse un nuevo orden de movimiento, en el que la luz y el aire reemplazan a la vieja estructura lineal
Regresemos a la ciencia, a su enorme valor: sin ella no tendríamos hoy vacunas, antibióticos, brújulas que guiasen nuestros pasos, agua potable...tampoco alcanzaríamos a comprender muchas complejidades del comportamiento humano, del aprendizaje, del modo en que funcionan personas y grupos. El trabajo científico es una nobilísima tarea y, además, la ciencia tiene una ventaja: que puede enseñarse. El conocimiento científico es transmisible; es más, unos conocimientos se construyen siempre sobre los precedentes, y la resolución de problemas es así un largo camino en el que los científicos avanzan “a lomos de sus predecesores”.
El arte, sin embargo, no puede enseñarse. Según señalaba Borges, como mucho podemos enseñar “el amor al arte”, enseñar a mirar, a escuchar, a percibir... No es poco. El amor al arte puede cambiarnos la mirada, nos puede convertir en parte activa de ese ejercicio de seducción que es el encuentro entre la obra de arte y el espectador (una seducción que alcanza también al artista creador, tantas veces seductor imaginario e imaginado). Pero la esencia de la obra de arte es precisamente ese acto indescriptible de la intuición primera, casi siempre en soledad, un raro milagro que se da, que se otorga, en el espacio entero del estar...sin ir a nada... como decía Valente .
Mas, aun sin ir a nada, la obra que el artista crea en un momento de silencio frecuentemente acaba encontrando su lugar para el diálogo en el mundo, cuando otro ser se hace cómplice de esa mirada, en el momento en que creador y espectador mezclan su intuición o su deseo, alcanzan a fundir lo visible y lo invisible.
En este ejercicio, cuando la obra de arte es percibida por el espectador en un equilibrio sutil entre lo demasiado evidente y lo demasiado difícil, se movilizan, como lo hacían en el acto de crear, razón y corazón, mente y cuerpo, realidad e imaginación. Lo esencial, entonces, del método artístico, es ese “rompimiento de fronteras” (según el viejo concepto) en el que lo que pensamos y lo que soñamos o encontramos tienden a fundirse con el cosmos en un espacio único, allí donde se albergan, en maridaje cómplice, el yo y el nosotros, el orden y el desorden, el azar y lo cierto... un lugar donde se unen la contingencia de todo lo vivo y la capacidad de trascender la propia existencia.
Las fronteras son ahora espacios porosos, débiles telas de un finísimo tejido que deja pasar el agua de uno a otro lado. Desaparecidas las falsas delimitaciones entre el microcosmos (el mundo de nuestro yo y nuestro medio ambiente) y el macrocosmos (el gran espacio que es la casa de todos), la vida se instaura a través del mestizaje, es una oportunidad para habitar desde la cooperación y la compasión este planeta cálido donde el amor despierta amenazado,
pero despierta, al fin y nos despierta.
Finalmente, podemos preguntarnos si existe, en cuanto al método, alguna experiencia o momento compartido en el que el quehacer científico y el artístico se confundan. A lo cual parece posible responder que sí, y que más que uno. Baste recordar, por ejemplo, cómo influye la imaginación científica en el decisivo momento de formulación de una hipótesis. La mente del científico funciona entonces de un modo parecido a la del artista. En ese acto se ponen en juego multitud de conexiones inéditas, relaciones inventadas, inexistentes. Es un acto creador que también intenta hacer visible lo invisible, pero que después seguirá otro camino para intentar conseguirlo.
Por otra parte, algunos expertos hacen hincapié en el papel decisivo de los llamados “presupuestos temáticos” o thêmata sobre la orientación singular de los descubrimientos científicos, al resaltar el modo en que la formación y las fuentes imaginarias de cada investigador (frecuentaciones, educación, lecturas...) influyen en las expectativas de lo que éste espera o desea encontrar e incluso en la explicación que de ello hace. Esta influencia, generalmente aceptada en el terreno artístico, plantea un condicionamiento previo al método y está presente -se reconozca o no- en toda la secuencia de su aplicación científica, lo que aproxima, o al menos disminuye, las distancias entre uno y otro modo de crear conocimiento.
Volviendo a la crisis y sus desafíos, parece posible afirmar que, si la modernidad nos llenó de falsas dicotomías, el tiempo que ahora se abre paso nos invita al encuentro de lo que estaba desunido. Teorías y sueños, cuerpo y mente. Ciencia y arte, análisis y creatividad, son vistas, desde esta perspectiva, como formas complementarias que, en el tránsito hacia un nuevo milenio, están llamadas a romper sus barreras para ofrecer a los seres humanos un discurso integrado e integrador: el del conocimiento que se produce en los nexos entre nuestras cogniciones y nuestras emociones, entre lo que nuestros sentidos perciben y nuestro espíritu imagina.
Afortunadamente, todo el siglo XX ha sido ya, de forma lenta pero inexorable, un período de preparación para el encuentro. Desde que Max Plank, Einstein, Bohr y tantos otros sentaron las bases para la quiebra del modelo mecanicista del mundo, los científicos han ido haciendo un trayecto de humildad, de reconocimiento de sus límites, y también de aceptación de otros saberes como formas complementarias, necesarias, para la interpretación del todo.
Decía David Bohm que la Naturaleza opera más como un artista que como un ingeniero y que, por tanto, requiere de una actitud básicamente artística para comprenderla. Muchos científicos han compartido esa visión y utilizan la metáfora de “la naturaleza como obra de arte”, al tiempo que otros explican, con evidente sentido artístico, el recorrido del quehacer científico del viejo al nuevo paradigma como un tránsito “de los relojes a las nubes” (es decir, de una ciencia mecanicista que se ocupaba de los fenómenos reversibles, a una ciencia que acepta lo incierto, lo indeterminado, lo borroso... la vida en toda su complejidad).
En 1975 un Físico, Frithof Capra , puso en alto una pregunta que antes se habían hecho otros muchos: “¿Es la física moderna un camino con corazón”. En 1979, Ilia Prigogine, Premio Nobel de Química, escribió con Isabel Stengers, filósofa, un bellísimo libro cuyo título simboliza todo este acercamiento de la ciencia a otros saberes. El texto se llamó “La nueva alianza”, y anunciaba el entrecruzamiento posible entre la ciencia y la filosofía, así como también un movimiento de impulsión y atracción que lleva a las propias ciencias a unirse entre sí, dando lugar a campos interdisciplinarios de extraordinaria fecundidad.
El arte y los artistas, por su parte, han hecho una trayectoria similar. Desde el advenimiento de las Vanguardias artísticas, todo el siglo XX ha sido fecundo en este movimiento de interpelación y convulsión que cuestionaba la coherencia y los límites de lo racional.
Movimientos como la Bauhaus, en Europa, trabajaron para integrar la capacidad de vivencia subjetiva y la capacidad de reconocimiento objetivo, como anunciaba Itten, uno de sus grandes pedagogos. Al tiempo, las vanguardias artísticas, en sus diversas manifestaciones, han ido aportando propuestas para el tránsito desde la añoranza homogeneizadora de las leyes científicas a la celebración de la diversidad. Escuchemos a Paul Klee :
“Precioso es el conocimiento de las leyes, con la condición de precaverse de todo esquematismo que confunda la ley desnuda con la realidad viva”.
Porque no a toda hora el pensamiento sigue la lógica formal ni ninguna otra, por material que sea, es preciso utilizar métodos que se hagan cargo de esta vida, de todas las zonas de la vida, y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes, esas que con frecuencia están en los “ecotonos” donde se encuentran ciencia y arte.
El arte del siglo XXI tiene hoy, al igual que la ciencia, el reto de expresar la crisis ambiental que vive la humanidad, de indagar en ella, también de plantear nuevas visiones y propuestas. En este desafío, las posibilidades del arte y de los artistas se amplían notablemente cuando, acercándose a la naturaleza y a los ambientes creados por el ser humano, los abordan de la mano de la ciencia y no de espaldas a ella, para la recuperación de lo que, por largo tiempo, parecía perdido:
- la unidad del conocimiento, como expresión de la unidad de lo real.
- el sujeto (en la ciencia, en el arte) como sujeto que piensa, siente, imagina...
- la posibilidad de una comunicación total (en la que intervengan cogniciones y emociones) de los seres humanos entre sí y con su entorno.
Al arte así entendido le he llamado ECOARTE. Como antes comenté, desde hace quince años tanteo este camino: un modo de informar acerca del yo en el nosotros, una forma de entendernos como episodios dentro del todo; un movimiento en el que la obra de arte se sitúa en ese sutil espacio intermedio entre lo que la ciencia nos dice y lo que la imaginación nos advierte, también entre el sujeto histórico y su contexto, el medio ambiente. Un arte que estaría cerca, o querría estar, del que Octavio Paz reclamaba como “arte de la convergencia”, de la reconciliación .
Otros artistas me precedieron y son muchos también los que hoy día desarrollan su trabajo en parecida dirección. Cuando iniciamos este nuevo milenio, cuando nos preguntamos acerca del progreso y de las direcciones del progreso, parece posible aceptar que, tras un siglo de tanteos, de seducción, de errores y rectificaciones entre la ciencia y el arte, ambos están llamados a llegar al reconocimiento de sus zonas de encuentro para dar, juntos, cuenta del mundo. La crisis ambiental que padece el planeta se constituye así en un reto para la reconciliación y, a la vez, una oportunidad para el trabajo compartido, el abrazo constructivo entre científicos y artistas.
Porque, en definitiva, quienes nos hemos asomado a la aventura de conocer, desde uno u otro campo (y a veces compartiendo ambas dimensiones, como es mi caso) sabemos que esa aventura sólo es posible, sólo resulta válida y gratificante, cuando buscamos conocer con nuestro cuerpo, con nuestra pasión, nuestros sueños y sentimientos... y también con la mente.
El paso de la modernidad a la postmodernidad nos brinda ya, para ello, una nueva visión del conocimiento: la que integra y no excluye; la que abraza y no niega; la que asume la incertidumbre, el azar..., la visión que aún guarda el asombro para hacerse preguntas compartidas, para reconocer cuánto nos queda por descubrir
a nosotros
paseantes de la vida
que quisimos entenderla
y, al fin,
nos conformamos con amarla.
María Novo
Pozuelo de Alarcón (Madrid), año 2001.
NOTAS:
ARGULLOL, R. (1995). Naturaleza: la conquista de la soledad. Lanzarote. Fundación César Manrique.
BERGER, J. (1985). The sense of sight (versión española, 1990: El sentido de la vista). Madrid. Alianza.
PAZ, O. (1996). El mono gramático. Barcelona. Seix Barral
Sobre este tema véase BATESON, G. (1979) Mind and Natura. A necessary unity.N.York. E.P.Dutton., así como BOHM, D. (1987) Wholeness and the implicate order (versión española 1988: La totalidad y el orden implicado).Barcelona. Kairós.
Sobre la crisis de la modernidad y los planteamientos postmodernos remitimos a la amplia bibliografía de Baudrillard, Foucault, Derrida, Lyotard, Vatimo... Entre las obras en lengua española resultan útiles RIPALDA, J.M. (1996) De Angelis. Madrid. Trotta, y PINILLOS, J.L. (1997). El corazón del laberinto. Madrid. Espasa Calpe. En el campo específico del arte, véase DANTO, A.C. (1997) After the end or art (Versión española 1999:Después del fin del arte).Barcelona.Paidos.
Sobre el nuevo concepto de frontera véase WILBER, K. (1979) No boundary (Versión española, 1985: La conciencia sin fronteras).Barcelona. Kairós.
Sobre este tema véase la obra de WATZLAWICK. P., von GLASERFELD, E., VARELA, F. , entre otros.
MATURANA, H./VARELA, F. (1990). El árbol del conocimiento. Madrid. Debate
PRIGOGINE, I. (1993). Le leggi del caos (versión española 1997. Las leyes del caos).Barcelona. Crítica.
BATESON, G. op. cit.
GELL-MANN, M. (1994). The quark and the jaguar: adventures in the simple and the complex (versión española 1995:El quark y el jaguar: aventuras de lo simple y lo complejo)
Sobre esta tema véase WAGENSBERG, J.(1985). Ideas sobre la complejidad del mundo. Barcelona. Tusquets, y (1988) Ideas para la imaginación impura.Barcelona. Tusquets.
BOZAL, V. (1997). Historia de las ideas estéticas. Madrid. Historia 16.
BOHM, D. / PEAT, D. (l987). Science, orden and creativity (versión española 1988: ciencia, arte y Creatividad). Barcelona. Kairós.
Sobre este tema véase VALENTE, J.A. (1994). Las palabras de la tribu.Barcelona. Tusquets.
GOMBRICH, E. / ERIBON, D. (1991). Ce que l´image nous dit (versión española 1992: Lo que nos cuentan las imágenes).Madrid. Debate.
Véase el interesante trabajo de DURAND, G. (1994) L´imaginaire (Versión española 2000: Lo imaginario). Barcelona. Ediciones del Bronce, y su referencia a la obra de HOLTON, G.
Remitimos a la amplia obra de PRIGOGINE, I; BOHM, D; REEVES, H., entre otros.
Véase POPPER, K. (1965). Of couds and clocks y obra posterior sobre determinismo e indeterminismo en la ciencia.
CAPRA, F. (1975). The Tao of Physics (versión española 1984: El Tao de la Física). Barcelona, Kairós. El tema es también ampliamente tratado en su obra (1982) The turning point (versión española 1985: El punto crucial). Barcelona. Integral.
PRIGOGINE, I. / STENGERS, I. (1979). La nouvelle alliance-Métamorphose de la science (versión española 1983: La nueva alianza-metamorfosis de la ciencia).Madrid. Alianza.
ITTEN, J., citado en DROSTE, M. (1993). Bauhaus. Berlin. Bauhaus-Archiv Museum für Gestaltung
KLEE, P. (1976) Teoría del arte moderno.Buenos Aires. Calden.
ZAMBRANO, M. (1988). Claros del bosque. Barcelona. Seix Barral.
PAZ, O. (1990). La otra voz. Barcelona. Seix Barral.
La Mirada Integradora
¿Por qué hablar de una mirada integradora...? Integrar es lo mismo que unir, pero no unir las personas o las cosas una tras otra, sino tejer con ellas una red tan compleja como el tema lo requiera. Unir de esta manera es poner en un mismo territorio la razón y la emoción, lo formal y lo intuitivo, la mente y el cuerpo...
Integrar, en esta perspectiva, significa tener en cuenta a los elementos aparentemente antagónicos, poner en comunicación a los que, por largo tiempo, hemos llamado “contrarios”: el adentro y el afuera, lo cierto y lo incierto, lo global y lo local, lo masculino y lo femenino...
Hay una integración que nos interesa especialmente, porque ella hace revivir a “los invisibles”, elementos, personas, fenómenos, que están opacados en nuestra sociedad, que permanecen ocultos a la mirada primera. Se trata, por eso, de alcanzar la integración de su invisibilidad con la puesta en escena de su protagonismo, con el relato de su existencia, con la adjudicación de valor que reciben por mérito propio.
Invisible es lo que está pero no es visto, lo que, permaneciendo, no es reconocido. Paul Klee, en una bellísima definición, nos dijo que el Arte consiste en “hacer visible lo invisible”.
La mirada integradora pretende, así, dar cuenta de los invisibles, proporcionarles visibilidad, integrarlos en nuestro universo de percepciones, en la esfera de los asuntos que preocupan a la sociedad, en la ética de un mundo que necesita rescatar el valor de lo pequeño, de lo descentralizado, de los bienes que se producen sin pasar por el mercado... todos ellos tan poco manifiestos, tan relegados desde esa otra mirada, la “mirada mercantil”, la que juzga y adjudica valor en términos de coste-beneficio económico y deja fuera de su alcance lo verdaderamente importante para la vida.
Se impone hablar así de la “invisibilidad de la Naturaleza” porque no tiene otro nombre la forma en que los bienes naturales son tratados por la economía en nuestras sociedades. Invisibilidad que, ligada a su gratuidad, está en el origen de fenómenos como la extinción de especies; la contaminación de océanos, mares y ríos; la erosión y deforestación, y el cambio climático entre otros.
Pero también, cómo no, hacer hincapié en la invisibilidad de tantos y tantos seres humanos que, sometidos a las reglas de un mercado global injusto, viven en condiciones de explotación y miseria, sin alcanzar el desarrollo económico y social que exige la esencial dignidad de todo ser humano.
Integrar estos problemas como parte de un mismo fenómeno y abordarlos también de forma compleja e integrada, es el reto que tienen a un tiempo la ciencia y el arte, siempre inspirados por valores éticos y por los principios de la sostenibilidad, para poner en el centro de nuestras sociedades a la vida y no al mercado.
Por ahí tratamos de avanzar quienes nos reconocemos en los objetivos de Ecoarte. El reto está abierto, nuestra esperanza también.
Ecoarte: l'art de la confluence
Le regard tourné vers un nouveau millénaire, comment scruter l’horizon sans un rappel du passé, de ce proche passé qui nous accompagne encore, dans le cadre historique de ce que nous avons nommé modernité ?
En passant de 2000 à 2001, nous laissons derrière nous un siècle de luttes et de conflits, de pressions sur l’environnement que nous n’avions jamais connues aussi fortes. Une étape où l’humanité a disposé à portée de main de moyens technologiques sophistiqués et les a utilisés, souvent, poussée par le seul intérêt économique, défiant les limites et les conditions posées par la nature. Nous avons vécu une violente contradiction entre l’économie, fonctionnant sur le court terme et la recherche du profit immédiat, et la nature, qui ne peut renouveler ses ressources qu’à long terme. Economie et écologie correspondent à deux logiques distinctes, à deux temps, deux rythmes difficilement conciliables. La prépondérance des valeurs économiques sur les valeurs écologiques est une des causes de la crise environnementale qui frappe notre planète.
Le vingtième siècle aura été une ère de construction (de nationalités, de modèles culturels, de systèmes de technologie avancée…) mais aussi, sans aucun doute, de destruction : d’organismes vivants, d’espèces, d’écosystèmes d’une grande valeur écologique, de la diversité et du patrimoine culturels.
Le théâtre de cette aventure est ce que nous appelons société de la mondialisation, dont la caractéristique essentielle réside dans une économie toujours plus planétaire et dans l’accumulation du pouvoir financier et de décision par quelques centres stratégiques, contribuant de beaucoup aux graves déséquilibres entre le Nord et le Sud comme à une problématique écologique préoccupante.
Il importe de rechercher les causes de cette crise, celle d’une société où la logique du savoir en tant que pouvoir a abouti à une logique de la domination en tant que destruction.1 Tel est, au bout du compte, le monde dont nous héritons, et cette interrogation sur les origines peut nous éclairer quant à certaines erreurs qui nous ont conduit là où nous sommes. Elle est nécessaire pour réorienter les modes de pensée et d’action susceptibles de nous aider, au matin du vingt-et-unième siècle, à surmonter cet état de conflit planétarisé.
Des multiples causes qu’il nous est possible de discerner (ignorance des limites de la nature ; confusion entre croissance et développement ; primauté donnée aux valeurs économiques sur les critères éthiques…), il est en une que j’aimerais, pour sa portée générale, souligner ici. Il s’agit de l’oubli ou de l’ignorance d’une idée capitale pour comprendre le fonctionnement du monde : l’idée d’interdépendance, qui nous dit que tout est intiment lié, dans le monde réel comme dans celui des apparences, que tout, même visuellement, est corrélé, pour savoir soumettre le sens de la vue à cette interdépendance.2 Il faut pour cela revoir la manière dont l’humanité, sur le plan physique aussi bien que social, a fait graviter sa pensée et ses actes autour de l’existence supposée de frontières.
Dans la sphère théorique, la physique et les autres sciences naturelles, sociales et humaines ont connu en leur sein de véritables révolutions qui allaient à l’encontre de ce phénomène de cloisonnement du monde. Mais ces révolutions sont restées, pour la plupart, circonscrites à l’univers des spécialistes ou des érudits. Dans le même temps, les sciences et les techniques régnantes maintenaient les hypothèses des siècles précédents, d’une science mécaniste envisageant le monde du vivant comme une banale machine que l’on pourrait décomposer, ainsi que le fait un horloger, pour, ses pièces prétendues indépendantes en mains, tout prévoir, tout contrôler et le cas échéant corriger.
Je me suis concentrée sur cet aspect : la fixation de frontières, en tant que vestige du vieux modèle réductionniste de la modernité qu’il semble nécessaire, à l’heure actuelle, de réviser. Je veux réfléchir sur la façon dont il reste présent dans nos vies, dirigeant l’économie, l’éducation et la culture, pour poser tout haut cette question : est-il possible que nous en nous défaisions, avec d’autres hypothèses anciennes qui ont prouvé leur inefficacité, pour sortir de la crise ?
On nous a inculqué une pensée basée sur les frontières ; on a tracé des démarcations précises sur les cartes et dans la vie, des séparations visibles entre les pays mais aussi beaucoup d’autres, matérielles ou symboliques, qui ont été déterminantes dans la formation de notre façon d’appréhender le monde :
- Frontières entre la nature et les êtres humains : la pensée scientifique de ces derniers siècles, héritière d’un idéal cartésien qui a fait le départ entre la « res cogitans » et la « res extensa », a imprégné durant le vingtième siècle non seulement les sciences et les techniques mais nombre d’autres domaines culturels, consolidant une cosmogonie qui conditionne puissamment les relations entre l’être humain et son environnement. Parce que la personne et la nature sont considérées comme des entités isolées, voire opposées, les actes de la première à l’égard de la seconde se vident de tout contenu moral qui aurait pu servir de correctif aux visées dominatrices de notre espèce. De même pour les relations entre les secteurs industrialisés de la planète et les cultures et communautés invisibles pour l’économie et, de ce fait, exclues du monde du bien-être.
- Frontière, également, entre la pensée occidentale, linéaire, et d’autres formes de pensée, par exemple orientales, plus proches des modèles circulaires que propose aujourd'hui la physique pour interpréter le monde. Notre idéal de vie, appuyé sur l’idée éclairée de progrès, débouche sur la défense rarement fondée d’une croissance économique synonyme de qualité de vie. Un siècle de confusion entre « plus » et « mieux » laisse derrière lui, désamorcés, non seulement la réflexion de nombreux philosophes et scientifiques sur la valeur du petit et de la différence entre « valeur » et « prix », mais les apports que nous aurions pu recevoir d’autres cultures dans un climat de dialogue et non de rupture épistémologique.
- Frontières, honteuses, entre les pays ou régions industrialisés et le reste de la planète. Au milieu du siècle, 25% de l’humanité consommaient 75% des ressources mondiales. Au terme de l’an 2000, ce sont 18% des êtres humains qui gardent pour eux 80% de ces ressources. Et l’horizon n’est guère prometteur si l’on doit en rester au vieux modèle économique d’accumulation.
- Frontières, séparations nettes, entre les centres de décision de l’économie mondiale (multinationales, bourses de valeurs…) et la périphérie, qui se borne à recevoir des ordres et à subir les conséquences de ce que d’autres décident pour elle, situation qui a fait dire à Nelson Mandela qu’il y a aujourd'hui « des mondialisateurs et des mondialisés ».
- Enfin, à côté de celles-là et de toutes celles que nous laissons ici au second plan, il est une frontière à mon sens essentielle, qui a sous-tendu tout ce qui est arrivé, lui a donné corps, et que nous sommes quelques-uns à vouloir briser, dépasser ou au moins changer. Il s’agit, bien sûr, de la division si fréquente entre le monde de la science et celui de l’art, qui les a vu cheminer l’un sans l’autre, parfois dans une ignorance réciproque, alors qu’ils sont tous deux des modes de connaissance et d’interprétation du monde, dont l’être humain a besoin pour se construire une vie équilibrée sur la planète.
Si nous savons quelque chose des frontières, de toutes les frontières, c’est leur caractère toujours forcé, artificiel, c’est qu’elles défient l’unité du réel, que leur fixité, comme toute fixité, est toujours momentanée,3 un peu illusoire. Nous savons aussi, l’histoire nous l’apprend, que cette idée a néanmoins conduit l’humanité à perdre le sens de la globalité (globalité des êtres vivants dans leur réseau de relations, de l’esprit avec le corps humain, de l’existant en tant qu’esprit et nature imbriqués).4
Ce phénomène est allé de pair – il ne pouvait en être autrement – avec un certain oubli de la valeur du sujet, de l’individu, aussi bien comme observateur de la science (un observateur longtemps mésestimé) que lorsqu’il est observé par celle-ci et que l’on prétend alors réduire l’être humain, dans sa spécificité unique, à des lois scientifiques générales.
Dans la pratique, l’individu créateur, le sujet de la connaissance, est l’interprète de la complexité du monde ; il « crée » la réalité en cherchant à la connaître, ainsi qu’il est dit dans l’un des poèmes de cet ouvrage. Et il la crée en mêlant à ce qu’il observe ses attentes et ses illusions, parfois aussi son désir de découvrir ce qu’il cherche. Ce faisant, il utilise l’intégralité de son être : raison et émotion, corps et esprit, théories et rêves. En d’autres termes, il interprète sans frontière... Sans frontière comme devrait l’être la construction de connaissances au siècle dans lequel nous entrons, époque postmoderne, où dépasser nombre des défauts et des excès de la modernité.
Car si la modernité eut une caractéristique, c’est bien ce propos de délimiter, de disséquer scientifiquement, de poser des séparations physiques et symboliques dans l’espace, dans les manières d’accéder à la connaissance, dans le mode d’utilisation des savoirs. Nous avons vécu un temps de césures et de spécialisation : les universités ont segmenté le savoir en départements, unités, disciplines ; la science a progressé en isolant des fragments de réalité soumis à la recherche, se préoccupant rarement de reconstituer ensuite le tout. L’humanité a organisé des espaces de vie, des domaines d’apprentissage, des lieux de loisirs, bien distincts, dans un processus réductionniste qui, en morcelant la vie, nous a laissés de plus en plus seuls.
Les résultats, on l’a vu, ne sont guère encourageants. L’environnement est un bon indicateur des effets négatifs de cette manière de concevoir le monde et d’agir sur lui. Dévastation de la nature, fossé économique et social entre le Nord industrialisé et le reste de la planète ; rupture des mécanismes de solidarité les plus élémentaires entre les générations et au sein des générations ; guerres, famine et misère pour une grande part de l’humanité : voici le bilan à l’issue du millénaire.
L’heure de la crise, cependant, est aussi celle du changement possible. Du constat d’échec d’une modernité qui n’a pas su tenir les promesses de ses grands récits d’émancipation,5 on peut tirer – et on a commencé à le faire – d’autres façons d’être et d’agir sur le monde, de voir et de nous voir, d’autres critères pour faire avancer la connaissance.
On entrevoit aujourd'hui un glissement de structures hiérarchisées à une société en réseaux ; des scénarios où l’importance du petit, de la décentralisation, passe au premier plan et se reproduit sans frontières… Nous sommes au matin passionnant d’une postmodernité possible, où loin de penser des objets isolés, on commence à réfléchir en termes de relations, de liens unissant ce qui était apparemment séparé ou semblait antagonique : l’un et le multiple, l’intérieur et l’extérieur… la science et l’art. Dans ce contexte pourra peut-être prospérer un nouveau concept de frontière, dans lequel celle-ci ne sera plus ce qui sépare, ce qui divise deux réalités et instaure un monde d’éléments antagoniques.6 La frontière sera ce tissu poreux et transparent au travers duquel, par osmose, ce que nous nommions « contraires » se mêle et trouve une place pour dialoguer : l’ordre et le désordre, le vide et le plein, le pensé et le ressenti. Et, de même, la création artistique et l’entreprise scientifique.
Cet autre concept de frontière pourrait contribuer au nouveau modèle qui se fait jour alors que nous dépassons le stade de la modernité. La frontière y serait ce qui unit deux réalités, zone interstitielle où se produisent des rencontres vitales d’une signification particulière : celle de l’être humain avec son environnement, de groupes sociaux de différentes origines culturelles, ou encore celle d’écosystèmes négociant la vie sur des espaces partagés, tels les écotones, ces zones de transition, interfaces entre la forêt et la prairie ou entre la terre et la mer.
D’un point de vue écologique, les écotones méritent une attention spéciale, comme tout ce qui possède une grande valeur. Ce sont des écosystèmes du plus haut intérêt, mais aussi d’une grande fragilité et vulnérabilité. Les échanges qui s’y opèrent sont indispensables à la vie parce que, justement, il s’agit de lieux où s’opèrent l’union et la mise en relation. Les écotones sont l’image même du nouveau concept de frontière, vu sous l’angle positif de l’intégration. Nous avons leur exemple pour commencer à comprendre la fusion possible de deux formes de connaissance, la science et l’art, de deux lieux de passage incités à la symbiose, deux opportunités de rencontre, deux façons de s’étonner et de questionner, deux langages qui ont besoin l’un de l’autre, dont nous avons besoin, pour appréhender le macrocosme et la place du moi dans le microcosme qui le reproduit et nous accueille.
Le vingt-et-unième siècle est l’occasion de mettre en pratique ce nouveau concept de frontière, abandonnant celui qui nous a menés à la crise. Nous commençons à voir la science et l’art non comme des réalités distinctes, mais comme les manifestations d’une même réalité : le grand hologramme du monde. Tous deux s’offrent à nous comme des voies d’accès à la connaissance de cet unique espace habitable qu’est notre planète, lieu de bonheur dès la responsabilité.
La rencontre de la science et de l’art apparaît ainsi non seulement comme l’expression d’un nouveau modèle environnemental qui nous permettra de sortir de la crise, mais comme une vraie chance de prouver la complémentarité de tant d’éléments que le vieux modèle nous présentait comme opposés : l’être humain et la nature ; le visible et l’invisible ; le masculin et le féminin ; l’imagination et la raison ; l’action de modifier l’environnement, et l’exercice responsable de la conscience.
En ce tournant du millénaire qui marque la fin d’une modernité faite de tant de disjonctions, nous sommes quelques-uns à tenter de montrer la complémentarité de ces deux langages pour rendre compte de l’environnement et des lois de la vie. J’ai baptisé ECOARTE le travail que je réalise dans ce domaine depuis 1986, parce qu’il représente une alternative au vieux modèle qui a engendré la crise environnementale et entend intégrer une interprétation du monde fondée sur les sciences expliquant la vie sur la Terre, et la recherche, l’imagination et l’expression artistiques. Que l’on ne s’y trompe pas : le projet ne se définit pas par son utilitarisme – loin de là mon intention – mais par ce qu’il recèle d’utopie possible, de vision prospective d’un au-delà qui serait lieu de rencontres.
Cet « éco-art » surgit donc comme un art métis, né de la confluence de deux savoirs, scientifique et artistique, en vue d’une interprétation de l’environnement. Un art de la réconciliation, de la recherche commune, pour renouer les dialogues perdus et nouer les liens qui ne l’ont jamais été. Un art, ainsi conçu, très proche des attentes de la postmodernité qui recherche, elle aussi, à concilier deux mondes et deux formes de connaissance trop longtemps désunis, artificiellement séparés.
Science et art sont en effet essentiellement tous deux des formes de connaissance, des langages, qui s’efforcent de répondre aux mêmes questions, au besoin d’atténuer la peur que suscite en nous le vide, l’ignorance. La science se fonde sur la présomption que la nature peut être comprise et décrite « telle qu’elle est ». Ce modèle présentant la connaissance comme la « représentation » du monde a eu sous l’ère moderne de nombreux détracteurs (Nietzsche et Heidegger, pour n’en citer que deux) et a été démantibulé au sein même de la sphère scientifique, notamment avec les progrès de la physique du vingtième siècle et le développement des théories cognitives constructivistes.7
L’influence de l’observateur sur ce qui est observé, l’impossibilité de « mesurer » sans influer sur la mesure, les limites des instruments avec lesquels nous observons, ont mis en cause cette prétention à la validité totale, objective et universelle de la connaissance scientifique. Nous préférons rappeler aujourd'hui, avec Maturana,8 que tout ce qui a été dit l’a été par un observateur, renvoyant à l’affirmation énoncée des années avant par Nietzsche, selon laquelle il n’existe pas de faits, mais seulement des interprétations.
Les progrès scientifiques, néanmoins, ont résolu un très grand nombre de problèmes posés à l’humanité. On se tromperait en méprisant la valeur d’un savoir, celui de la science, qui traduit un immense effort de l’être humain tout au long de son histoire. La science est et restera une tâche noble et ardue, ayant pour caractéristiques essentielles :
- la recherche de l’objectivité maximale ; - la formulation de lois ou de principes généraux ; - l’intelligibilité, c’est-à-dire la capacité de ces lois ou principes à exprimer sous une forme synthétique (« comprimée ») les systèmes par les phénomènes qu’ils représentent, la « compréhension » étant directement liée à cette « compression » ; - la soumission à la démarche dialectique admettant que la connaissance, pour être scientifique, doit pouvoir être démontrée fausse, démolie par l’expérience ou par de nouvelles lois ou théories décrivant mieux le même objet.
En science, la méthode est essentielle. La méthode scientifique exige du chercheur, comme on vient de le dire, la plus grande objectivité possible, autrement dit la plus grande distance possible entre l’observateur et l’objet observé. Un autre aspect essentiel est l’intelligibilité des processus et des résultats, sur la longue route qui consiste à délimiter des parcelles de la réalité, fixer leurs limites, les isoler, négliger les variables cachées, etc.
Lorsque la science parvient à des lois ou des principes prétendant à l’universalité, il faut se souvenir que les lois de la nature sont fondamentalement probabilistes, c’est-à-dire qu’elles expriment ce qui est possible et non ce qui est « certain »,9 qu’elles ne nous indiquent, en fait, rien d’autre que des « sens interdits », ce qu’il est impossible de faire, mais jamais de « sens obligatoires ». Selon l’affirmation de Bateson, la science améliore parfois les hypothèses, parfois les réfute, mais les « prouver » est une autre affaire : la science recherche, elle ne prouve pas.10 Ce point, fréquemment oublié ou occulté, nous ramène à la vieille maxime de Socrate, qui déclarait que la science réside davantage dans l’élimination d’erreurs que dans la découverte de vérités et, plus près de nous, à la formule d’Ortega y Gasset, selon laquelle la science est ce qui prête toujours à discussion.
Quant à la démonstration dialectique de fausseté, il convient de tenir compte du fait que l’entreprise scientifique est, par essence, autocorrective11, et que si un élément de connaissance scientifique se heurte à l’expérience ou à une autre théorie mieux adaptée au phénomène étudié, il sera remplacé par ce nouvel élément. Nous sommes donc amenés à comprendre que les vérités scientifiques sont par définition provisoires, révocables.
Qu’en est-il de l’art ? En quoi est-il produit et se manifeste-t-il comme un apport humain au phénomène de la vie ? Il constitue, naturellement, une autre forme de connaissance, tout aussi légitime que la science, mais distincte, complémentaire, et comme elle incontournable pour comprendre le monde, l’environnement qui nous entoure.
L’art repose sur le postulat que les êtres humains peuvent pressentir, connaître, imaginer, exprimer des aspects de la réalité par le truchement de mécanismes qui seraient déplacés dans le cadre de la science, et que nous contribuons ce faisant, comme l’affirme Jorge Wagensberg, à dévoiler des facettes complexes du monde inintelligibles d’un point de vue scientifique.12 L’intuition, l’imagination, l’aptitude à établir des associations inédites, sont en effet des aptitudes de l’être humain qui permette d’accéder à des espaces et à des niveaux de complexité impossibles à appréhender ou à comprimer dans une théorie, une formule ou une loi générale.
Je ne pense pas seulement à des expériences complexes comme la douleur, la joie, le mystère d’être en vie, la faculté d’aimer, mais à des énigmes que la science tente d’expliquer depuis des siècles sans l’avoir fait encore totalement à ce jour :
- l’infiniment grand (le cosmos), - l’infiniment petit (l’univers subatomique), - le vivant (le phénomène de la vie dans sa globalité).
Comme la science, l’art naît de l’étonnement, du questionnement, du doute, de la peur, mais en partant de prémisses et d’attitudes autres, en employant des ressources qui n’appartiennent pas à la première, en tendant vers des résultats qui échappent à toute objectivation. La science vise avant tout à définir des lois ou des principes généraux. Pour l’art, la raison première réside dans l’individualité et la différence de l’artiste, dans l’originalité de l’œuvre en ce qu’elle a précisément d’unique et d’irremplaçable.
Or, outre sa fonction révélatrice, l’art porte en lui l’opportunité de créer la réalité (et pas seulement de la connaître). Il est un espace privilégié de création de connaissances. C’est ce qu’entendait, sans doute, Holderlin, en disant que l’être humain habite « poétiquement » la terre : en tant que créateur. C’est là une idée souvent transmise par la philosophie à la science : l’art imite la nature, parce que telle est justement la seule activité humaine supposant une création au sens strict, faisant de l’artiste le co-créateur de son environnement.
Dire que l’œuvre d’art est « une œuvre de la nature », c’est dire que l’artiste, le créateur, ne se soumet pas forcément à des lois imposées de l’extérieur, mais se donne ses propres règles, crée en totale liberté, à l’instar, à l’exemple de la nature. Comme elle, il est libre,13 comme elle il crée, fréquemment, dans des conditions éloignées de l’équilibre, suivant un processus d’auto-organisation.
Que nous offre alors l’art que la science ne peut nous donner ?
Paul Klee a su parfaitement le formuler en quelques mots : l’art est ce qui rend visible l’invisible. Il consiste pour nous à être capables de voir et d’exprimer ce qui ne se manifeste pas en apparence mais qui existe, dans le monde réel ou imaginaire.
Créer, agir à partir de l’art, nous permet d’opérer cette réorganisation entre l’imaginaire et le réel en instaurant des liens entre ce que nous suggèrent les sentiments, les émotions et l’activité mentale organisée. Comme en science, la méthode en art est fondamentale. Mais il s’agit, on s’en doute, d’une méthode différente, guidant d’autres processus et produisant des réponses d’un autre ordre :
- Face au dessein d’universalité de la science qui tend à homogénéiser, à réunir les différences sous des lois ou des principes d’application universelle, l’art cherche à créer et à exprimer ce qui est différent, unique, irremplaçable.
- Face à la nécessaire séparation scientifique entre l’observateur et l’observé, l’art se fonde sur l’implication de l’artiste dans son œuvre, soit dans une attitude esthétique de retrait, de silence créateur, ou bien pour laisser l’imagination créatrice permettre la communication entre la personne qui crée l’œuvre et celle qui, en l’abordant, la recrée.
- Face à la notion d’intelligibilité de la science (et de « compression » des lois scientifiques) que suppose l’acte d’isoler, de délimiter, l’art ne tente pas de réduire la complexité, il se borne à l’accepter. Il se contente de la recréer, de l’imaginer, de représenter les aspects du réel ou de l’imaginaire qui se manifestent à l’artiste, laissant l’explication finale non comme quelque chose de construit à l’avance, mais comme quelque chose qui se construit dans un acte irremplaçable : la rencontre entre deux subjectivités entières, celle de l’artiste créateur et celle du spectateur interprète, qui fait de l’œuvre d’art une entité vivante, ouverte, par essence inachevée.
- Enfin, l’art ne saurait être soumis à la démonstration de sa fausseté, puisqu’il ne prétend ni à l’universalité, ni à la vérité. L’œuvre d’art, par définition, est évocation, incomplétude. Face à la volonté de dénoter de la science, l’art ne fait que connoter, rendant par là même la récréation possible et donnant, parfois, à l’œuvre plus de significations et d’autres significations que celles que lui octroya sur le moment son créateur.
L’art est ainsi espace de liberté, où l’on peut imaginer des mondes possibles et leur donner forme. Espace de création et de communication où fleurit la diversité, où l’on peut étudier, interpréter l’existant, et l’anticiper.
Sur ce pouvoir d’anticipation de l’art, les histoires sont nombreuses et très belles. Les tableaux de Turner en sont un exemple. Le peintre sut dépasser les vieilles règles géométriques en imposant les siennes propres, celles de la lumière, de l’air et de l’eau animés par un tourbillon permanent. On s’étonnera, avec Bohm et Peat, que ces œuvres aient été peintes trois siècles avant la publication par J.C. Maxwell de sa théorie électromagnétique de la lumière, révélant, en lieu et place de l’ordre newtonien aux trajectoires linéaires et aux formes rigides, des champs de rotation interne en mouvement perpétuel. On peut presque voir ce mouvement dans le Regulus, où l’air et l’eau remplacent la vieille structure linéaire.14
Retournons de nouveau a la science, a son enorme valeur : sans elle, nous n’aurions ni vaccins, ni antibiotiques, ni boussoles pour guider nos pas, ni eau potable… Nous ne pourrions pas non plus comprendre bien des facteurs complexes du comportement humain, de l’apprentissage, du fonctionnement des individus et des groupes. Le travail scientifique est une noble tâche et la science possède de surcroît un avantage : on peut l’enseigner. Le savoir scientifique est transmissible ; mieux, les connaissances se construisent sur celles qui les ont précédées, la résolution des problèmes est ainsi une longue route sur laquelle les scientifiques marchent sur les « traces » de leurs devanciers.
L’art, lui, ne s’enseigne pas. On peut certes enseigner, comme le disait Borges, l’amour de l’art : apprendre à regarder, à écouter, à percevoir… Ce n’est pas rien. L’amour de l’art peut changer notre regard, faire de nous la part active de cet exercice de séduction qu’est la rencontre de l’œuvre d’art et du spectateur (séduction qui englobe aussi l’artiste créateur, si souvent séducteur imaginaire et imaginé). Mais l’essence de l’œuvre d’art réside dans cet acte ineffable de l’intuition première, presque toujours donné dans la solitude, miracle rare produit, selon les mots de Valente, dans tout l’espace de l’être, sans aller vers quoi que ce soit.15
Même ainsi, néanmoins, l’œuvre créée dans cet instant de silence finit souvent par trouver dans le monde un lieu pour dialoguer, un moment où quelque autre se fait complice du regard premier, où créateur et spectateur mêlent leur intuition ou leur désir, unissent enfin le visible et l’invisible.
Dans cet exercice, lorsque l’œuvre d’art est perçue par le spectateur en un équilibre subtil entre le trop évident et le trop difficile,16 sont mobilisés, comme dans l’acte de création, cœur et raison, corps et esprit, réalité et imagination. L’essentiel de la méthode artistique tient ici à cette « ouverture des frontières » (dans leur ancienne acception) qui fait que ce que nous pensons et ce que nous rêvons ou découvrons tend à se fondre avec le cosmos en un espace unique abritant l’accord du moi et du nous, de l’ordre et du désordre, du hasard et de la nécessité : un séjour où se rejoignent la contingence de tout ce qui vit et la capacité de transcender notre existence.
Les frontières sont alors des corps perméables, de minces et fines membranes laissant passer l’onde de part et d’autre. Disparues les fausses limites entre le microcosme (l’univers du moi et de son environnement) et le macrocosme (le vaste espace qui nous entoure tous), la vie s’installe en se métissant, invitation à habiter dans la coopération et la compassion cette chaude planète ou l’amour s’éveille menacé,
Mais s’éveille, enfin, Et nous réveille.
Au bout du compte, on peut se demander s’il existe, du moins quant à la méthode, une expérience ou un moment communs où se confondent l’entreprise scientifique et artistique. Il semble que oui, et à plus d’un titre. Il suffit de penser, par exemple, à la façon dont l’imagination scientifique entre en jeu à l’heure décisive de formulation d’une hypothèse. L’esprit du scientifique fonctionne alors comme celui de l’artiste. Il fait appel à une multitude de liaisons inédites, de liens inventés, inexistants. Formuler une hypothèse est un acte créateur qui tente aussi de rendre visible l’invisible, même s’il suivra après d’autres voies pour y parvenir.
Certains experts17 insistent sur le rôle déterminant des « présupposés thématiques » ou thêmata dans l’orientation des découvertes scientifiques, soulignant la place de la formation et des sources imaginaires de chaque chercheur (contacts, éducation, lectures…) dans ses attentes à l’égard de ce qu’il espère ou souhaite trouver, voire dans l’explication qu’il en donne. Cette influence, admise en général dans le domaine artistique, conditionne la méthode scientifique et agit – qu’on le veuille ou non – tout au long de son application. Voilà qui rapproche l’un et l’autre mode de création de la connaissance ou du moins diminue la distance entre eux.
Revenons-en à la crise et à ses enjeux : il n’est pas impossible d’affirmer que si la modernité nous a accablés de fausses dichotomies, la nouvelle ère qui débute nous incite à réunir ce qui était séparé. Théories et rêves, corps et esprit, science et art, analyse et créativité apparaissent, dans cette perspective, comme des formes complémentaires appelées, avec le changement de millénaire, à renverser leurs barrières pour offrir aux êtres humains un discours intégré et intégrateur : celui de la connaissance produite dans les interfaces entre nos cognitions et nos émotions, entre ce que nos sens perçoivent et ce que notre esprit conçoit.
Tout le vingtième siècle aura été une lente mais inexorable préparation à cette rencontre. Depuis que Max Plank, Einstein, Bohr et beaucoup d’autres ont fait les premiers pas vers la destruction de la vieille conception mécaniste du monde, les scientifiques ont accompli un parcours d’humilité, de reconnaissance de leurs limites et aussi d’acceptation d’autres savoirs en tant que catégories complémentaires et nécessaires pour l’interprétation du Tout.
David Bohm disait que la nature travaille plus en artiste qu’en ingénieur et demande, par conséquent, une attitude fondamentalement artistique pour être comprise. De nombreux scientifiques ont partagé cette vue et recouru à la métaphore de la nature « œuvre d’art »,18 tandis que d’autres19 comparent, avec un sens artistique évident, le passage de l’entreprise scientifique de l’ancien au nouveau modèle à l’abandon des « horloges pour les nuages » (c’est-à-dire d’une science mécaniste, se préoccupant de phénomènes réversibles, à une science ouverte à l’incertain, à l’indéterminé, au flou… à la vie dans toute sa complexité).
En 1975, un physicien, Frithof Capra,20 posait à haute voix une question que beaucoup avaient murmuré avant : la physique moderne a-t-elle un cœur ? En 1979, Ilya Progogine, prix Nobel de chimie, écrivait avec la philosophe Isabel Stengers un livre magnifique dont le titre symbolisait le rapprochement de la science avec d’autres savoirs : La nouvelle alliance.21 Un tel ouvrage annonçait une possible union entre la science et la philosophie, ainsi qu’un mouvement d’attraction poussant les disciplines scientifiques à s’associer entre elles, donnant naissance à des domaines interdisciplinaires d’une extraordinaire fécondité.
L’art et les artistes ont parcouru, de leur côté, une trajectoire similaire. Depuis l’avènement des avant-gardes artistiques, tout le vingtième siècle a été fertile en courants et convulsions interpellant et questionnant la cohérence et les limites du rationnel.
Des mouvements comme le Bauhaus, en Europe, se sont attachés à intégrer la capacité de vécu subjectif et celle de reconnaissance objective, ainsi que l’annonçait Itten,22 l’un de se grands pédagogues. En même temps, les avant-gardes artistiques ont apporté, avec leurs différentes manifestations, des propositions pour passer de la nostalgie homogénéisatrice des lois scientifiques à la célébration de la diversité. Ecoutons Paul Klee : la connaissance des lois, écrivait-il, est précieuse à condition de se prémunir contre tout schématisme confondant la loi pure avec la réalité vivante.23
Parce que la pensée ne suit pas toujours la logique formelle ni aucune autre, aussi matérielle soit-elle, il faut des méthodes qui prennent en compte cette vie, toutes les régions de cette vie, et plus encore les régions cachées car assujetties depuis toujours ou tout juste naissantes,24 et qui se trouvent, souvent, dans les « écotones » où se rencontrent art et science.
L’art du vingt-et-unième siècle est mis, comme la science, au défi d’exprimer la crise environnementale que traverse l’humanité, d’enquêter sur cette crise et de formuler de nouvelles visions et propositions. En ce sens, l’art et les artistes verront leurs possibilités notablement accrues s’ils abordent la nature et les environnements anthropiques en donnant la main à la science et non en lui tournant le dos, afin de retrouver ce qui depuis longtemps semblait perdu :
- l’unité de la connaissance, expression de l’unité du réel ; - le sujet (en science, dans l’art), sujet pensant, ressentant, imaginant ; - la possibilité d’une communication totale (faisant intervenir cognitions et émotions) des êtres humains entre eux et avec leur environnement.
A l’art ainsi compris, j’ai donné le nom d’ECOARTE. Je l’ai dit, il y a quinze ans maintenant que j’explore cette voie : une façon de parler du moi au sein du nous, de nous envisager comme des épisodes dans l’univers ; un mouvement situant l’œuvre d’art à l’interface entre ce que nous dit la science et ce que nous souffle l’imagination, entre, aussi, le sujet historique et son contexte, l’environnement. Un art qui serait proche, ou voudrait l’être, de ce qu’Octavio Paz revendiquait comme « art de la convergence », de la réconciliation.25
D’autres artistes m’ont précédée et beaucoup d’autres également mènent leur travail dans une direction semblable. En entamant ce nouveau millénaire, en nous interrogeant sur le progrès et sur les routes qu’il emprunte, il semble possible d’accepter qu’après un siècle de tâtonnements, de séduction, d’erreurs et de rectifications entre la science et l’art, tous deux soient prêts à reconnaître leurs points de convergence pour, ensemble, rendre compte du monde. La crise environnementale dont souffre notre planète est un défi posé à la réconciliation, autant qu’une chance de travail en commun, d’alliance constructive entre artistes et scientifiques.
En fin de compte, nous savons, nous qui nous sommes lancés dans l’aventure de la connaissance, depuis l’un ou l’autre camp (parfois des deux, ce qui est mon cas), que cette aventure est non seulement possible mais valable et gratifiante, quand nous cherchons à connaître avec notre corps, notre passion, nos rêves, nos sentiments… et notre esprit.
Le passage de la modernité à la postmodernité nous offre déjà, pour ce faire, une nouvelle vision du savoir : d’un savoir qui intègre sans exclure ; qui englobe sans rejeter ; qui assume l’incertitude, le hasard. Vision conservant l’étonnement pour poser des questions communes, pour reconnaître tout ce qui nous reste à découvrir,
A nous, promenents de la vie, qui avons voulu la comprendre et, pour finir, nous contentons de l’aimer.
MARIA NOVO Pozuelo de Alarcón (Madrid), année 2001
NOTES
ARGULLOL, R. (1995). Naturaleza: la conquista de la soledad. Lanzarote. Fundación César Manrique.
BERGER, J. (1985). The sense of sight (versión española, 1990: El sentido de la vista). Madrid. Alianza.
PAZ, O. (1996). El mono gramático. Barcelona. Seix Barral
Sobre este tema véase BATESON, G. (1979) Mind and Natura. A necessary unity.N.York. E.P.Dutton., así como BOHM, D. (1987) Wholeness and the implicate order (versión española 1988: La totalidad y el orden implicado).Barcelona. Kairós.
Sobre la crisis de la modernidad y los planteamientos postmodernos remitimos a la amplia bibliografía de Baudrillard, Foucault, Derrida, Lyotard, Vatimo... Entre las obras en lengua española resultan útiles RIPALDA, J.M. (1996) De Angelis. Madrid. Trotta, y PINILLOS, J.L. (1997). El corazón del laberinto. Madrid. Espasa Calpe. En el campo específico del arte, véase DANTO, A.C. (1997) After the end or art (Versión española 1999:Después del fin del arte).Barcelona.Paidos.
Sobre el nuevo concepto de frontera véase WILBER, K. (1979) No boundary (Versión española, 1985: La conciencia sin fronteras).Barcelona. Kairós.
Sobre este tema véase la obra de WATZLAWICK. P., von GLASERFELD, E., VARELA, F. , entre otros.
MATURANA, H./VARELA, F. (1990). El árbol del conocimiento. Madrid. Debate
PRIGOGINE, I. (1993). Le leggi del caos (versión española 1997. Las leyes del caos).Barcelona. Crítica.
BATESON, G. op. cit.
GELL-MANN, M. (1994). The quark and the jaguar: adventures in the simple and the complex (versión española 1995:El quark y el jaguar: aventuras de lo simple y lo complejo)
Sobre esta tema véase WAGENSBERG, J.(1985). Ideas sobre la complejidad del mundo. Barcelona. Tusquets, y (1988) Ideas para la imaginación impura.Barcelona. Tusquets.
BOZAL, V. (1997). Historia de las ideas estéticas. Madrid. Historia 16.
BOHM, D. / PEAT, D. (l987). Science, orden and creativity (versión española 1988: ciencia, arte y Creatividad). Barcelona. Kairós.
Sobre este tema véase VALENTE, J.A. (1994). Las palabras de la tribu.Barcelona. Tusquets.
GOMBRICH, E. / ERIBON, D. (1991). Ce que l´image nous dit (versión española 1992: Lo que nos cuentan las imágenes).Madrid. Debate.
Véase el interesante trabajo de DURAND, G. (1994) L´imaginaire (Versión española 2000: Lo imaginario). Barcelona. Ediciones del Bronce, y su referencia a la obra de HOLTON, G.
Remitimos a la amplia obra de PRIGOGINE, I; BOHM, D; REEVES, H., entre otros.
Véase POPPER, K. (1965). Of couds and clocks y obra posterior sobre determinismo e indeterminismo en la ciencia.
CAPRA, F. (1975). The Tao of Physics (versión española 1984: El Tao de la Física). Barcelona, Kairós. El tema es también ampliamente tratado en su obra (1982) The turning point (versión española 1985: El punto crucial). Barcelona. Integral.
PRIGOGINE, I. / STENGERS, I. (1979). La nouvelle alliance-Métamorphose de la science (versión española 1983: La nueva alianza-metamorfosis de la ciencia).Madrid. Alianza.
ITTEN, J., citado en DROSTE, M. (1993). Bauhaus. Berlin. Bauhaus-Archiv Museum für Gestaltung
KLEE, P. (1976) Teoría del arte moderno.Buenos Aires. Calden.
ZAMBRANO, M. (1988). Claros del bosque. Barcelona. Seix Barral.
PAZ, O. (1990). La otra voz. Barcelona. Seix Barral.
THE INTEGRATIVE LOOK (To make the invisible visible)
Why talk about an integrative look...? To integrate is the same as to join, but not to join people or things one after another. To integrate is to weave with them such a complex mesh as the matter may request. This type of joining is to place reason and emotion, formality and intuitiveness, mind and body ... in a same territory.
To integrate, from this perspective, means to take into account the elements which are apparently antagonistic, to install communication between those we have called “contraries” for a long time: inside and outside, truth and uncertainty, global and local, masculine and feminine…
There is an integration that interests me especially, because it brings back to life “the invisible ones”, elements, people, phenomena, which, in our society, are dulled at first sight. Thus, the objective is to achieve the integration of their invisibility by putting their leadership in scene, telling the story of their existence and awarding the value they receive by their own merit.
Invisible is whatever is there but is unseen, whatever, even remaining, is not recognised. Paul Klee, in a very beautiful expression, told us that Art consists in “making visible the invisible”.
Thus, the integrative look pretends to take into account the invisible ones, to grant them visibility. It pretends to integrate them in our universe of perceptions, in the sphere of matters that worry society, in the ethics of a world that needs to rescue the value of small things, of decentralised things, of goods produced without going through the market… All of them are so little evident, so relegated by that other look, the “commercial look”, the one that judges and grants value in terms of the economic cost-benefit and leaves far from reach what is really important for life.
In some of my books and articles I have talked about the “invisibility of Nature”, because I believe there is no other name for the way in which natural goods are treated by the economy in our societies. Invisibility which, linked to its gratuity, lays in the origin of phenomena such as the extinction of species; the contamination of oceans, seas and rivers; the deterioration of the ozone layer; the erosion and deforestation and many others.
Working for many years defending the “visibility” of Nature, lead me to recognise that the same phenomenon of occultation and devaluation was taking place concerning the works carried out by women in domestic areas, in life reproduction and production works, involving care. The same that happens with the activities carried out by the ecosphere, these are also essential for the development of our societies and, nevertheless, lack the social and economic recognition they should have.
My last book, “THEM, THE INVISIBLE ONES”, was born from this verification. It collects the stories of twenty-four women from the North and the South of the planet. They are fighting women (but pacific fighters) that hope to have a place in the world, to change their environment without losing the values and the attitudes that distinguish them, and without destroying the others.
It is not a coincidence that on this occasion I have used the artistic language to tell the stories that give sense to this search for visibility. Because Art helps to “make visible”, I wanted to bring into light, through the story language, the intimate and deep lives of a wide selection of women that are trying to be themselves, to be recognised in their own identity, and finally, to be seen.
The book has been very well received. Several presentations have taken place and while I write these notes, the publisher prepares a second edition, which is sign of “good health”. I know it is being used by some groups of women as text to read prior to debates, and what I like best is that I have received some letters from women who have read the book, stating that they have recognised themselves along its pages. This was, undoubtedly, the first “visibility” I was looking for, their own look onto themselves, which is the beginning of any further recognition from others.
I am now working, together with my Italian colleague Francesco Tonucci, on a book concerning another type of “invisible ones”: children (boys and girls, obviously). These beings arrive into the world with a huge offer, but also with the demand to be seen and accepted as people who need to be happy then, in their present time, and not only as “projects of adults”. We hope to be able to make the value of childhood visible. This value, because it is not quoted at the Stock Exchange, is not taken very much into account by this globalisation society. Society which is full of children-soldiers, of ill-treated children, of children who live in extremely poor conditions, children who work fourteen hours per day, or children who simply seem to have everything, but whose interior life is ignored. If everything goes well we hope to be able to offer this text during 2004.
Them, the invisible ones.